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¿Para qué tipo de alimentación estamos diseñados?

¿Para qué tipo de alimentación estamos diseñados?

Un poquito de historia

Las necesidades nutricionales del ser humano actual  son el reflejo de todo el camino evolutivo que hemos recorrido desde hace millones de años hasta la actualidad, durante el cual se sucedieron cambios culturales y genéticos que nos han conducido al Homo sapiens sapiens actual (1). El problema surge en el momento en que la agricultura, y sobre todo, la industrialización, han producido cambios en nuestros hábitos a unas velocidades superiores a la capacidad de adaptación de nuestro genoma. Los expertos en antropología y genética coinciden en que los seres que comenzaron a dedicarse a la agricultura hace 3.000-10.000 años (fecha que varía según la localización geográfica) son, en esencia, los mismos organismos biológicos que pueblan las ciudades en la actualidad (2). Por tanto, el patrón alimenticio que seguían nuestros ancestros pre-agrícolas es de gran utilidad para comprender las necesidades nutricionales de los seres humanos contemporáneos. La nutrición como ciencia debe basarse, en última instancia, en estudios de laboratorio e investigaciones epidemiológicas, pero siempre contrastándose con los resultados obtenidos en las investigaciones de antropología y evolución (1). Por otro lado, también hay que tener en cuenta que las dietas de los humanos que habitaban en la era Paleolítica debieron variar en función de la localización geográfica, alternando períodos de abundancia y escasez, sin que podamos hablar de un patrón de subsistencia universal (3). Sin embargo, debemos tener en cuenta que, desde la aparición del Homo erectus hace aproximadamente dos millones de años, las necesidades nutricionales del ser humano se basaban en un importante aporte de vegetales (recolección), la caza de animales salvajes (tanto terrestres como marítimos) y el carroñeo (4). Además, tenemos que tener en cuenta factores como que, la evolución desde un homínido cuadrúpedo vegetariano y con un cerebro muy pequeño (Ardipithecus ramidus), a un bípedo omnívoro, pero de tendencias carnívoras, y con un cerebro de mayor tamaño y de funciones más complejas (Homo erectus, que derivaría en el actual Homo sapiens sapiens) tuvo su origen, entre otros, en una modificación de sus hábitos de alimentación, particularmente en la ingesta de ácidos grasos omega-3 de cadena larga (5).

 

Entonces, ¿cuáles son las recomendaciones nutricionales?

Hidratos de carbono

Los antropólogos afirman que los humanos pre-agrícolas obtenían un 40-50% de la energía en forma de hidratos de carbono (3), pero hay que destacar que sus fuentes eran muy diferentes a las de la sociedad contemporánea. Nuestros ancestros consumían hidratos de carbono básicamente en forma de frutas, verduras y hortalizas, y los cereales se consumían muy esporádicamente. Además, no disponían de productos refinados como harinas o azúcar (1). Actualmente, en España, únicamente en torno al 40% de la población consume verdura y/o fruta diariamente (6), y aún es sorprendente ver como las instituciones especializadas recomiendan  un aumento del consumo de productos refinados, patatas, cereales, legumbres y arroz, mientras las evidencias científicas y antropológicas apuntan a que estos alimentos no formaban parte de nuestra alimentación ancestral, que es lo que nos ha permitido llegar hasta donde nos encontramos hoy en día. No debemos olvidar que nuestro genoma apenas ha variado en los últimos  dos millones de años, y es prácticamente el mismo que hace 10.000 años (7), cuando se considera que las sociedades más “avanzadas” introdujeron la agricultura. Además, evidencias científicas han demostrado que las dietas ricas en almidón y azúcar, y bajas en antioxidantes naturales y fibra procedente de frutas y verduras, promueven un estado pro-inflamatorio (8,9), favoreciendo las enfermedades propias de la civilización como enfermedades cardiovasculares, neurodegenerativas, y diabetes tipo II (10), entre otras.

 

Grasas

Pese a la mala fama que se le ha atribuido a la grasa en la sociedad actual, debemos tener en cuenta de que es uno de los factores que permitió nuestra evolución hasta lo que hoy conocemos como el ser humano contemporáneo. Las recomendaciones nutricionales suelen ir encaminadas a una disminución de las grasas y un aumento de los hidratos de carbono en forma de almidones y cereales, cuando la evidencia científica sugiere justamente lo contrario (11). La ingesta de colesterol, injustamente demonizado en nuestra sociedad, era incluso mayor a la actual, y no debemos olvidar que el colesterol es necesario para la formación de elementos tan importantes como el cortisol, los estrógenos, la testosterona, o la vitamina D (12). Se estima que las dietas de los cazadores-recolectores comprendían un 20-35% de grasas, con un importante aporte de ácidos grasos insaturados (fundamentalmente omega 3), y con un aporte de grasas saturadas variable, en torno al 6-10% (11). Los procesos de reparación y de regulación del sistema inmune dependen de un proceso denominado resoleomics (13,14), que usa metabolitos intermedios de  los ácidos grasos poli-insaturados: ácido araquidónico, y los archiconocidos ácido eicosapentaenoico (EPA) y docosahexaenoico (DHA) (15,16). Se considera que el índice omega-6:omega-3 debe situarse en torno 2:1 (17), para un adecuado equilibrio inmunológico y pro-resolutivo o “anti-inflamatorio”, lo que contrasta con el índice actual de 10:1, o incluso 17:1 en algunas poblaciones occidentales. Nuestros ancestros tenían un consumo muy elevado de EPA y DHA, de unos 6-14 g diarios (18), lo que corresponde con la ingesta de los Inuit (esquimales actuales con estilo de vida tradicional) (19), mientras las recomendaciones actuales, por ejemplo, en Holanda y EE.UU., ascienden únicamente a 450 mg diarios (20). Se ha demostrado ampliamente que un elevado consumo de DHA y EPA aporta importantes propiedades cardio-protectoras, reductoras de triglicéridos y antitrombóticas (21). Por tanto, un consumo elevado de pescado, y sobre todo, pescado graso (azul), rico en EPA y DHA, es de vital importancia en la prevención primaria y secundaria de enfermedades propias de la sociedad occidental actual (22,23).

 

Proteínas

La ingesta proteica de nuestros ancestros variaba según la disponibilidad, localización y la época del año, pero está estimada en torno a un 30% de la ingesta calórica diaria, es decir, en torno a 1.5-3.0 g/Kg al día (1) . Sin embargo, las recomendaciones actuales ascienden únicamente a la mitad de estas cantidades, con un 12-15% de energía, y 0.8-1.6 g/Kg al día. Las dietas hiper-proteicas en la actualidad se relacionan con una mayor incidencia de cáncer y enfermedades cardiovasculares, pero dichas dietas, hoy en día, también proporcionan una alta cantidad de grasas saturadas y son pobres en grasas poli-insaturadas, especialmente del tipo omega 3 (EPA y DHA), con lo que dicha asociación puede ser puesta en entredicho (11). Investigaciones recientes han demostrado que es el procesamiento de la carne roja y no ésta misma, la responsable del aumento del riesgo cardiovascular y diabetes tipo II (24).

 

Conclusión

Las recomendaciones nutricionales actuales están muy alejadas del modelo de vida ancestral del cual procedemos. No se pretende ni una reducción de hidratos de carbono a niveles extremadamente bajos, ni aumentarlos hasta el nivel en que la «carne (proteína) se use únicamente como condimento». Las fuentes importantes de hidratos de carbono son la fruta, verduras y frutos secos, no los cereales (ni integrales ni refinados) ni las legumbres, para las que no estamos diseñados genéticamente. Las poblaciones ancestrales sí consumían hidratos más simples en forma de miel, por ejemplo, pero que no era calentada ni refinada, sino prácticamente ingerida ‘in situ’, como importante fuente energética y posterior almacenamiento en forma de grasa, como prevención de épocas de escasez. . Si tuviéramos que reconstruir la pirámide alimenticia en esta época, la base no serían los cereales, sino verduras y hortalizas, junto la proteína y grasas, básicamente de origen marino/acuático (procedemos de lo que los científicos denominan un ecosistema agua-tierra), es decir, rica en pescado, marisco y huevos; con caza menor y mayor terrestre de manera algo más eventual y dependiente de la localización geográfica. No debemos olvidar que los homínidos hemos sido carroñeros durante largas épocas de nuestra evolución, lo que implica el consumo de altas cantidades de vísceras animales y médula ósea animal, que contienen elevadas cantidades de EPA, DHA y micronutrientes que detallaremos en un próximo artículo. Para completar la pirámide alimenticia, colocaremos en escalones superiores las frutas y las especias, siendo la recolección una parte fundamental de nuestra evolución.

 

Aunque no podemos aceptar plenamente un modelo antropológico ancestral como única parte de nuestras recomendaciones nutricionales, la combinación de éste junto a la evidencia científica a nivel clínico, experimental y epidemiológico, puede justificar las recomendaciones realizadas en el presente artículo para ser tomadas como un modelo base, manteniendo la mente abierta acerca de lo que podemos aprender de nuestros antepasados.

 

Referencias

(1) Eaton, S. B., M. Konner. 1985. Paleolithic nutrition. A consideration of its nature and current implications. N. Engl. J. Med. 312: 283-289.

(2) Neel, J. V. 1994. Physician to the gene pool. John Wiley, New York, NY. 302-315.

(3) Eaton, S. B., S. B. Eaton, M. J. Konner, and M. Shostak. 1996. An Evolutionary Perspective Enhances Understanding of Human Nutritional Requirements. The Journal of Nutrition 126: 1732-1740.

(4) Walker, A. 1993. Perspectives on the Nariokotome discovery. In The Nariokotome Homo erectus skeleton. Walker, A., Leakey, R., eds, editor. Harvard University Press, Cambridge, MA. 411-430.

(5) Aiello, L. C., P. Wheeler. 1995. The Expensive-Tissue Hypothesis: The Brain and the Digestive System in Human and Primate Evolution. Curr. Anthropol. 36: pp. 199-221.

(6) Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición. Resultados de la Primera Encuesta Nacional de Ingesta Dietética Española. Consultado: 29 de abril de 2013 .

(7) Eaton, S. B., S. B. Eaton 3rd. 2000. Paleolithic vs. modern diets–selected pathophysiological implications. Eur. J. Nutr. 39: 67-70.

(8) Esposito, K., D. Giugliano. 2010. Mediterranean diet and the metabolic syndrome: the end of the beginning. Metab. Syndr. Relat. Disord. 8: 197-200.

(9) Giugliano, D., A. Ceriello, and K. Esposito. 2006. The effects of diet on inflammation: emphasis on the metabolic syndrome. J. Am. Coll. Cardiol. 48: 677-685.

(10) Lindeberg, S. 2012. Paleolithic diets as a model for prevention and treatment of Western disease. Am. J. Hum. Biol. 24: 110-115.

(11) Konner, M., S. B. Eaton. 2010. Paleolithic Nutrition. Nutrition in Clinical Practice 25: 594-602.

(12) Berg J.M., Tymoczko J.L., Stryer L. 2002. Section 26.4, Important Derivatives of Cholesterol Include Bile Salts and Steroid Hormones. In Biochemistry. 5th edition. W. H. Freeman, editor. New York.

(13) Serhan, C. N., N. Chiang. 2004. Novel endogenous small molecules as the checkpoint controllers in inflammation and resolution: entrée for resoleomics. Rheumatic Disease Clinics of North America 30: 69-95.

(14) Serhan, C. N., S. Yacoubian, and R. Yang. 2008. Anti-inflammatory and proresolving lipid mediators. Annu. Rev. Pathol. 3: 279-312.

(15) Serhan, C. N. 2005. Novel ω − 3-derived local mediators in anti-inflammation and resolution. Pharmacol. Ther. 105: 7-21.

(16) Ariel, A., C. N. Serhan. 2007. Resolvins and protectins in the termination program of acute inflammation. Trends Immunol. 28: 176-183.

(17) Simopoulos, A. P. 2011. Importance of the Omega-6/Omega-3 Balance in Health and Disease: Evolutionary Aspects of Diet World Rev. Nutr. Diet. 102: 10-21.

(18) Kuipers, R. S., M. F. Luxwolda, D. A. Dijck-Brouwer, S. B. Eaton, M. A. Crawford, L. Cordain, and F. A. Muskiet. 2010. Estimated macronutrient and fatty acid intakes from an East African Paleolithic diet. Br. J. Nutr. 104: 1666-1687.

(19) Feskens, E. J., D. Kromhout. 1993. Epidemiologic studies on Eskimos and fish intake. Ann. N. Y. Acad. Sci. 683: 9-15.

(20) Gezondheidsraad 2006. 2006. Richtlijnen goede voeding 2006 – achtergronddocument. Gezonheidsraad .

(21) Mozaffarian, D., E. B. Rimm. 2006. Fish intake, contaminants, and human health: evaluating the risks and the benefits. JAMA 296: 1885-1899.

(22) Tavazzi, L., A. Maggioni, R. Marchioli, S. Barlera, M. Franzosi, R. Latini, D. Lucci, G. Nicolosi, M. Porcu, and G. Tognoni. 2008. Effect of n-3 polyunsaturated fatty acids in patients with chronic heart failure (the GISSI-HF trial): a randomised, double-blind, placebo-controlled trial. Lancet 372: 1223-1230.

(23) Itakura, H., M. Yokoyama, M. Matsuzaki, Y. Saito, H. Origasa, Y. Ishikawa, S. Oikawa, J. Sasaki, H. Hishida, T. Kita, A. Kitabatake, N. Nakaya, T. Sakata, K. Shimada, K. Shirato, and Y. Matsuzawa. 2011. Relationships between plasma fatty acid composition and coronary artery disease. J. Atheroscler. Thromb. 18: 99-107.

(24) Micha, R., S. Wallace, and D. Mozaffarian. 2010. Red and processed meat consumption and risk of incident coronary heart disease, stroke, and diabetes mellitus: a systematic review and meta-analysis. Circulation 121: 2271-2283.

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